miércoles, 26 de mayo de 2010

My Pride



Porque creo que una de las últimas veces que presumí de ella, fue chapurreando en inglés con alguien que recién conozco.
Y si comparto esta sensación ahora se debe a que no es algo que me pertenece en exclusiva, por el contrario creo que es bastante extendido entre los que estábamos allí en aquellos años.
Con razón, cierta amiga solía decir (y creo que lo mantiene) que para mí, está mi abuela, y después, Dios.
Y cuando veo esta foto de sus veintitantos con cara de “damisela lánguida” que diría otra amiga, intento descubrir con qué vida soñaba esa joven en la década del 40; pero lo rotundamente cierto es que no imaginó que durante muchos (¿demasiados?) años tendría una no-propia vida, pues andaría enredada en las rutinas de una casa (eso sí era esperable) y las de unos nietos demasiado socialmente activos, mientras su hija estaba en la gran carrera de fondo rumbo a convertirse en una superwoman.
Hablo no sólo de llevar el biberón a la cama cada mañana hasta los ¡13 años!, sino también de enrolarse como madre-guía en los campamentos de pioneros, disponible para ayudarnos a hacer las literas, al despertar, y para separarnos cuando nos enzarzábamos en alguna riña por un juego de yaquis (¿yakis?); de correr llevándome casi a rastras cada mañana hacia el centro escolar que correspondiera desde mis 3 años de vida; de preparar postres caseros y algún “presentico” en forma de agarraderas y/o paños de cocina bordados para cualquier celebración escolar; en fin, de ese doble papel que tuvo que interpretar en mi infancia para que mi madre, como otras tantas, se dedicara a trabajar, estudiar dos carreras universitarias, prepararse para la defensa, leer a André Breton (estas últimas cuatro palabras son en realidad copyright de otra superwoman que nos dio clases de Literatura Española en la Universidad)...
Sí, ya sé que siempre, en muchas culturas, han sido algo especial. A mí me hubiera gustado que sólo fuera la que prepara una merienda por las tardes, mimara demasiado y diera sabios consejos. Es duro pensar que la razón por la que es tan especial tiene que ver con unos años, los de su segunda juventud, que se los arrebataron sin preguntar, sólo por estar en ese lugar en ese momento; y siguió serena la senda, sin rechistar, casi con estoicismo.
¡Qué raro! En el país de las muchas fechas significativas se han olvidado de proclamar el “día del abuelo”. Bueno, probablemente no lo han olvidado, pero es que ya lo tienen en Estados Unidos, y si los yanquis lo pillan primero, no podemos cogerlo nosotros, parecería algo neocolonizador.
Hoy me emociona leer La Noche, de Excilia Saldaña; pero más me emociona hacerle de guía a sus 90 años, explicarle por qué se casan los homosexuales, sentarla frente a un ordenador para que escriba una “carta”, descubrirle las bondades de la dieta mediterránea y del vino tinto…
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viernes, 21 de mayo de 2010

Foto de familia, por Reinier Perez-Hernández



Mis padres y mis hermanos estaban de tránsito en Moscú, sólo que ignoro si iban para o regresaban de Ulán Bator, donde vivieron dos o tres años. Tengo que preguntar. Si fue a mediados de 1973, tal vez entonces ya yo me encontraba en el vientre de mi madre.

Resulta una típica foto de familia en un lugar histórico, como para recordar que “ahí estuvimos” o reflexionar sobre las “plazas”. Años después, en otra plaza, la de Tianamén, en Beijing (Pekín, según la RAE), estamos todos –papá, mamá, mis hermanos y yo–, con la famosa entrada a la Ciudad Prohibida al fondo y el retrato de Mao.

Recuerdo otra: en Berlín, cerca de lo que llaman Isla de los Museos. Ya no es plaza alguna, sino un puente sobre el río Spree, que –pienso ahora– pudiera conducir hasta el Museo en que se encuentra el altar de Pérgamo –hablo en subjuntivo pues mi memoria me falla–. Quizás haya otras, en una estación de tren en Irkutsk o en un castillo de Bratislava, cerca del Danubio.

Hoy, 18 de mayo de 2010, estoy en Maguncia, a orillas del Rin. Mi hermano mayor vive en Miami; el otro anda por ahí; mi padre está en su casa de Marianao y mi madre me espera en Nuevo Vedado.

Una copia de esta foto está en los álbumes de la familia, allá en La Habana, pero esta me llegó a través de Cuquito, tía abuela mía que murió hace unos años en Artemisa, de donde son mis abuelos. De ella recibimos como herencia una vieja caja amarilla con fotos de toda la familia. Esta copia se la regalé a mi hermano mayor.

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martes, 18 de mayo de 2010

Matanzas, por Mabel Cuesta


Estoy sola en West New York. En unos meses habrá terminado esta cristológica edad en que he perdido tanto como he ganado. Año difícilmente feliz, pienso y escucho este danzón.

Han pasado meses desde que lo escuchara por primera vez. Magaly Alabau nos lo hizo llegar y vivimos meses de obsesión. Acabo de hacer la compra y me reclino en mi silla de oficina derritiendo un hollejo de naranja vestido de chocolate. Me esperan el César y Cicerón, pero por ahora cierro los ojos.

Tengo cinco años y una saya roja que debo vestir, invariablemente, con una blusa blanca. Ambas piezas están hechas de una tela que me provoca una picazón increíble. Estoy en la Sala José White, antiguo Liceo artístico literario donde en 1879 se bailara por primera vez "Las alturas de Simpson". Bailo otro danzón con mi abuela y su compañero de baile. Me meto entre los dos. Los hago reír. Suena un silbato, es "El bombín de Barreto" y soy tan feliz que creo que esta noche no duermo. Nos miramos en aquellos enormes espejos y los tres somos gigantes. Sé que después haremos cola en "La pelota" para tomar helado de vainilla. Sé que vamos a atravesar el Parque de La Libertad y que saludaremos a la estatua, a la mujer que rompe las cadenas y a Martí.

Tengo cinco años y estoy en Matanzas, mi ciudad. Mi abuela es la mujer más hermosa del baile y la noche del sábado se llena de promesas. Más tarde bajamos por la calle del poeta, Milanés enloquecido, tras su reja de madera; Isa de Ximeno que no lo quiere o no la dejan quererlo, altísima en su balcón de lo que es ahora la Academia de Ciencias. Le pregunto a mi abuela si Milanés era realmente del tamañito de la estatua que está en el parque de la Catedral, ella hace un mohín con la boca y sube las cejas en señal de: no me parece posible. Le digo que si es así era un enano. El compañero de baile de mi abuela es altísimo y se ríe de mi ocurrencia. Sí, era un enanito y seguimos caminando por su calle.
¿El Palacio de Junco siempre ha sido azul? suelto otra de las mías y es entonces que mi abuela sonríe especialmente complacida, le agrada mi constante inquietud, mi sed de saberlo todo. No responde. Se hace la que no me ha oído y otra vez Pancho viene con la respuesta: sí, siempre ha sido azul.
Seguimos hasta el Puente de la Concordia. Ellos hablan de otras parejas de baile, de la orquesta, del próximo sábado y yo miro el agua muy negra y unos botecitos que recién salen desde la desembocadura del Yumurí, buscando la bahía. Quiero preguntar por qué se van a estas horas, siendo que está como boca de lobo, pero me quedo en silencio, chupando el segundo de mis helados. Ya estamos en la Calle Plácido y el restaurante del arroz frito está a punto de cerrar. Le digo a mi abuela que me gustaría venir otro día por arroz y ella me acaricia, me dice que claro, que cuando llegue el próximo salario.

Mártires del Goicuría, el cuartel convertido en escuela, ya está llegando. Empiezo a cantar el himno de los pioneros exploradores y ellos, de nuevo, se ríen... les cuento que con toda la gente de mi aula y el papá de Hildys, vamos a subir a La Cumbre y de ahí bajar hasta el valle, eso lo vamos a hacer en dos semanas. Y el papá de Hildys nos ha dicho que cuando estemos en el valle, pasaremos la noche escuchando los grillos y las ranas, que nadie puede tener miedo. Que él llevará las tiendas de campaña y las linternas. Eso será el sábado y entonces el domingo vamos a subir hasta la Ermita de Monserrat. Es una loma altísima, pero va a ser muy divertido. Vale la pena, dice él, porque una vez arriba, vamos a poder mirar toda la ciudad. También le gustaría explicarnos el por qué de los nombres de las cuatro estatuas, dijo algo de Cataluña, una parte de España y sus provincias.
Pancho y mi abuela se han parado en la esquina en donde comienza el Paseo de Martí porque parezco una cotorrita. No solo hablo y hablo, sino que también voy dando salticos y rascándome por lo mucho que me pica la tela de esa ropa. Mi abuela tiene sus bellísimos ojos azules muy grandes, me dice que no sabía nada de la excursión, que tiene que buscarme una cantimplora, no vaya a darme sed por los caminos. Dice también que necesito buenos pantalones porque se me pelan los muslos y voy a sufrir. Le pregunto si ella me va a buscar los pantalones y ya estamos en la puerta de la Maternidad Obrera. Me dice que sí y que le pregunte al papá de Hildys si cuando bajemos de la Ermita vamos a regresar caminando hasta Versalles, que le parece un tramo muy largo, que deberíamos ir por el Parque Watkins porque al menos así vemos los animales y luego atravesar el puentecito y cortar camino por la estación del tren de Hershey.
Digo que preguntaré a Hildys y ella dice que es importante o que quizá sería mejor que bajáramos por la Calle del Medio o por Río o por qué no, por la rivera del San Juan. Mi abuela dice que es importante que el domingo hagamos algo para aprender más de la ciudad. Que Matanzas pronto tendrá trescientos años y que los niños debemos saber su historia... ya estamos en la puerta de la casa y la tía Zoyla sale a la puerta y mira con reproche a mi abuela, porque estas no son horas para tenerme despierta, ni hablando sandeces sobre la ciudad, de un jalón ya estoy en mi cama y el único alivio es que el pijamita rosado de pollos amarillos no me pica nada...

Abro los ojos porque no me he ido. Porque puedo reconocer exactamente cada calle. Porque la sé una pretensiosa muchacha de provincia, como yo; porque me acompaña por el mundo. Y en esos, sus pedazos que me apuro a ver (a inventar) mochila al hombro, cuando surco aeropuertos y terminales con la urgencia de quien tuviera una muerte anunciada, sé que siempre me guiña su ojo de agua. Sé que sabe que la he buscado en las solitarias plazas venecianas y en medio de los campos Elíseos, en las madrugadas de Antigua y Tegucigalpa; en los mediodías plenos de Ciudad México y Edimburgo. En los puentes de Dublín. Matanzas en Madrid. Matanzas en Manhattan.

Todas esas ciudades en las que ella no estuvo, pero adonde la llevé, doblada en mi pecho, en mi ropa interior (como hacía mi dulce abuela con su salario); vestida con mi saya roja y mi blusa blanca, escuchando este danzón de Arturo Márquez; sentada aquí, en el lejano 1981, cuando la felicidad viajaba en mí, de sábado en sábado...

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